Con la reserva del salón venía otra de las preguntas más importantes en el proceso de armado de la fiesta de casamiento: ¿cuántos invitados son?
Hay un par de números puestos que conforman el grueso de la lista: familia, mejores amigos, amigotes más cercanos… Y después llega el gris. Amigos con los que ya no nos vemos tanto, pero con los que igual queremos compartir ese momento. Compañeros de trabajo, cuya amistad se viene afianzando hace un tiempo. Amigos de diversos lugares. Gente cercana. Amigos de padres que “hay que invitar sí o sí. Roberto nos invitó a los 15 de la hija y no podemos quedar mal”.
No tengo idea quién es Roberto.
No sabía que tenía una hija de 15.
¡No me invitó A MÍ a la fiesta de 15!
La idea con FE (futura esposa) siempre fue mantenernos en una cifra cercana a las 100 personas. No queríamos una fiesta tan grande y también -obviamente- hay una cuestión presupuestaria. No, ser periodista no es tan glamoroso, ni redituable como pueden pensar.
Lo cierto es que al día de hoy, a dos meses de la boda, todavía estamos con algunos nombres dando vueltas. Gente que en el último tiempo se fue acercando y transformando en más importante, y con la que nos gustaría compartir ese momento.
También tenemos un pequeño “cupo de expatriados”, amigos o familiares que viven en el exterior y que fueron avisando que no van a poder venir. Con los “amigos de” llegamos a una decisión salomónica (pero sin partir a ningún bebé al medio): cada padre puede invitar a uno o dos amigos, muy cercanos. Por suerte, son gente que conocemos y que también queremos. Así uno no siente que sean invitados “de compromiso”.
Y después tenemos un as en la manga: la gente que llega después de las “12”. Yo trabajo en un canal de noticias, codo a codo con UN MONTÓN de gente a la que aprecio, con la que charlo, comparto y la paso bien todos los días. Pero no puedo invitar a todos. La solución es invitarlos después de la cena, y que vengan a bailar, a divertirse y a TOMAR en uno de los días más importantes de mi vida.
























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